Sonido característico de WhatsApp. Llega un
mensaje. Otro deseo navideño de alegría, paz, bondad y felicidad. La dichosa
felicidad que nadie sabe dónde está en estos aciagos días. Onomatopeya de una
risa, caras simbólicas, frase ingeniosa, onomatopeya…
Y tú lo reenvías a todos tus
amigos. Ja, ja, ja. Así viajan de la nube virtual al teléfono míticos
personajes bíblicos junto a personajillos de las tertulias televisivas,
políticos y personajes rosa, intelectuales, artistas… Todo es igual. Como en el
tango Cambalache da lo mismo lo que seas. Todo está mezclado y revuelto en este
mundo enloquecido.
La búsqueda de la felicidad ha
sido el motor de la humanidad. Hombres y mujeres han pasado la vida soñando con
tocar un día, al menos un momento, el borde del traje dorado de ese personaje
volátil y pasajero.
En el imaginario colectivo la
idea de felicidad está unida a la consecución del amor, a la búsqueda de un
tesoro, al hallazgo del mapa que nos lleve hacia la tierra de Jauja, al triunfo
social o a la idea del poder absoluto. Si nos remontamos a la época griega el
filósofo Aristóteles unía el hecho de ser feliz a la autorrealización y, para
el también filósofo Epicuro, la felicidad consistía en experimentar placer
intelectual y físico, a la vez que conseguíamos evitar el sufrimiento.
No debemos obsesionarnos con la
posesión de la felicidad. Hay quienes solo piensan en ello. Algunos luchan para
conseguir sobresalir, tener más dinero, poseer más poder, controlar el
conocimiento, la vida, el placer… Es peligroso pensar solo en uno mismo.
Muchas personas acaban con un
sentimiento de insatisfacción pues no consiguen nunca palpar esa meta invisible
y evanescente. Caminan incansables, pero la felicidad se burla, se evapora, se
aleja, habita en otros lares. Inventamos que el amor, el dinero, el placer, el
poder o la gloria nos regalan felicidad. Nos engañamos constantemente, para
acceder a las cosas materiales, a los sentimientos más egoístas. Quizá esas son
flores de un instante, más no son flores que permanezcan en el jardín.
Saint-Exupery en su delicioso
libro El principito decía que “no se ve bien sino con el corazón, lo esencial
es invisible a los ojos”. Yo apuntaría aquí que lo fundamental es aquello que
está siempre a nuestro lado, como base para que no decaigamos, más esos pilares
no los vemos.
Algunos estudios aseguran que
la mejor manera de alcanzar la felicidad es, precisamente, dejando de lado la
preocupación por ser feliz y aprovechar toda esa fuerza mental para conseguir
entablar lazos sociales con otras personas: “Si hay algo que quieres resaltar y
enfocar, hay que concentrarse en eso. Todo lo demás vendrá como tenga que
venir”, aseguran las psicólogas e investigadores de la Universidad de Yale,
June Gruber e Iris Mauss.
Y continuamos exhaustos
buscando el reconocimiento social. Hoguera de las vanidades.
No nos damos cuenta de que la
felicidad es un ligero temblor interior, casi imperceptible, pero que puede
estremecer todo el cuerpo. Podemos derrumbarnos como un torre hecha pedazos por
el huracán. Miramos hacia los otros porque queremos saber cómo nos ven y no nos
vemos. No sabemos mirarnos. Contoneándonos en la gran farsa social, en el
carnavalesco baile que es la vida no sabemos mirar. Hemos cosido nuestro ojos
con agujas de falsa plata e hilos de engañosas arañas.
No es moderno preocuparse de la
felicidad. No hemos inventado nada, salvo la ceguera de un mundo que va loco
hacia el poder. Desde que el hombre adquirió la capacidad de relacionarse y se
convirtió en un ser social nació en él una capacidad de superación, de búsqueda
del sentido de la vida. Esa búsqueda es el motor que nos ha impulsado a querer
más, a cambiar las cosas, a evolucionar. En el siglo XIV la literatura gnómica
española se ocupaba de verter en papel pensamientos y sentencias, con versos en
cuaderna vía que resumían las grandes preocupaciones o inquietudes de la
humanidad.
El sabio judío Don Sem Tob en
sus Proverbios morales escribía: “Feliz el hombre que no se preocupa de valer
más de lo que vale”.
Sólo añadiría a mis torpes
palabras otra frase salida de la pluma Erasmo de Rotterdam:
“La esencia de la felicidad
consiste en que aceptes ser el que eres”. En todos los tiempos
escritores
y artistas han coincidido en la idea de la búsqueda interior para hallar el
camino
hacia
la dicha, hacia el lugar más cálido de nuestro ser, allí donde habitan los
sueños.
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