No obstante, los trabajadores
españoles, junto con todos aquellos que desean serlo y no pueden, revelan a
través de sus opiniones y acciones que están hartos de un problema estructural
más que de uno puntual. El movimiento 15M ya puso con claridad esta cuestión
encima de la mesa: no se reclamaban demandas concretas en una determinada
coyuntura sino que la acción era sencillamente elevar un grito de frustración
en relación al contexto socioeconómico en su conjunto. El objetivo era refundar
el mundo reuniéndose en las plazas donde se construirían los mapas y las guías
con las que lograrlo. Se trataba de un bello estallido espontáneo, emocional e
incontenible que ponía en cuestión todo el orden establecido.
Tras aquel estallido inicial
prosiguió el desengaño de tener que aceptar que los impulsos primarios e
instintivos, sin estar inscritos en un planteamiento estratégico y organizado,
son insuficientes para garantizar avance social alguno. Pero perdiendo
intensidad la manifestación física de aquel movimiento –su visibilidad en las
plazas–, las fuerzas que habían causado su surgimiento continuaron
desarrollándose sin pausa. El escenario económico o, dicho en términos más
clásicos, las condiciones materiales de la existencia, continuaron
deteriorándose y dando lugar a una extensión cuantitativa y cualitativa de la
frustración ciudadana.
El sistema político ha sido
puesto en cuestión cada vez con más fuerza como consecuencia de ese deterioro
progresivo, cuya concreción son la caída de los sueldos, la pérdida de calidad
de la educación y sanidad pública, el incremento de la desigualdad y sobre todo
el creciente desempleo. Los responsables visibles de este deterioro han sido
los políticos, pero también las instituciones vinculadas (Congreso, Senado,
diputaciones, parlamentos autonómicos, etc.). Se juzga y responsabiliza, con
acierto, a instituciones creadas hace más de treinta años y que son incapaces
de dar respuesta a las demandas tanto generales como concretas de los
trabajadores.
El Gobierno no está ejerciendo
autocrítica sino que por el contrario ha decidido enrocarse, siendo el ejemplo
perfecto el aislamiento y vaciado de poder al que se ha sometido al Congreso.
El propio presidente manifiesta que «hará lo que tenga que hacer» aunque ello
esté en contra de la voluntad del pueblo, y lo afirma tajante mientras las
calles colindantes al parlamento permanecen inaccesibles para los ciudadanos.
Un estado de excepción en el que la democracia queda suspendida.
No es consciente el Gobierno,
como tampoco gran parte de la oposición, de que estamos en un momento de
emergencia y que los problemas son más de fondo que coyunturales. A estas
alturas no sirven los parches, y no hay capacidad efectiva de remendar un
sistema político que se desangra afectado de tantos años de vicios y que ha
estado sólo protegido por espejismos económicos que no volverán.
Nuestro país necesita una
refundación política y económica, lo que debería cristalizarse en una nueva
constitución y unas nuevas normas que permitan poner la economía al servicio de
los ciudadanos. Porque sólo así se resuelven los problemas de las condiciones
materiales de existencia, esto es, las causas de la frustración social que se
manifiesta en estos tiempos.
En este punto sólo cabe ser
radical, es decir, enfrentarse a la raíz de los problemas. Las cuestiones que
permanecen abiertas y que toca plantear colectivamente son el cómo hacerlo,
quiénes participarán en esa necesaria gran alianza y qué obstáculos políticos y
económicos habrá que enfrentar. Enorme reto para una sociedad que ha heredado
las ventajas de tantas luchas sociales, quizá olvidando el coste que ha
supuesto lograr tantos avances, pero que a su vez está mejor preparada que
nunca para obtener éxito.
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