La carta que Trichet envió a Madrid en agosto reclamaba "un contrato excepcional con indemnizaciones bajas por despido"
Un libro revela la carta que Trichet envió hace 10 meses a Zapatero con sus exigencias ante la tormenta financiera.
El Banco Central Europeo alivió en agosto del año pasado –temporalmente- la presión a la que la tormenta financiera sometió a la deuda española e italiana. No lo hizo sin condiciones. José Luis Rodríguez Zapatero y Silvio Berlusconi, entonces al frente de los gobiernos de sus respectivos países, tuvieron que plegarse, en gran parte, a las exigencias por carta del BCE. Pero al menos en el caso español, las condiciones se cumplieron solo en parte.
Entre los deberes que el Banco Central Europeo había puesto a Zapatero, estaba la creación de un “contrato laboral de carácter excepcional que contemple indemnizaciones bajas por despido durante un espacio de tiempo limitado”. Es decir, un “contrato de crisis”, como llamó a comienzos de mes el director general de Empleo, Xavier Thibault, al nuevo contrato que ha creado la reforma laboral del Gobierno de Mariano Rajoy y que permite a las empresas menores de 50 trabajadores despedir sin indemnización alguna durante el primer año.
La carta dirigida a Zapatero, publicada en parte en el último libro de Ernesto Ekaizer, Indecentes, ¿por qué lo llaman crisis cuando es estafa?, el organismo dirigido por Jean-Claude Trichet supuso un paso importantísimo en la cesión de soberanía en política económica del Gobierno español a los estamentos europeos. Profundizó mucho en un camino que el presidente había emprendido en mayo de 2010, cuando dio un volantazo a su política económica e inició la senda de la austeridad por exigencias de Bruselas.
Firmada por Jean-Claude Trichet, entonces presidente del BCE, y el exgobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, la misiva reclamaba actuaciones en el mercado laboral, más recortes presupuestarios y reformas para impulsar la competitividad en “energía, alquiler de viviendas y servicios profesionales. La carta española, al contrario que la italiana, no exigía una reforma constitucional que sacralizara la regla del equilibrio presupuestario. En cambio, Zapatero la pactó con Rajoy y decidió acometerla contra el criterio de su propio partido y de gran parte de su Gobierno (más de un ministro se enteró de la medida cuando, sentado en el Congreso de los Diputados, escuchó al presidente en la tribuna de oradores).
En materia laboral exigía que el Gobierno creara un contrato de crisis, diera prioridad a los convenios colectivos firmados en las empresas frente a los sectoriales o territoriales, acabara con las cláusulas de salvaguarda que garantizan que los asalariados no pierden poder adquisitivo y eliminara los límites a la contratación temporal. El Ejecutivo de Zapatero solo atendió a la última demanda. El resto cayeron en saco roto. Las frustó la oposición de los entonces ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, el candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, y el propio jefe de Gabinete de la Presidencia del Gobierno, José Enrique Serrano, que se opusieron a la pretensión de Zapatero y la ministra de Economía de crear los minijobs o miniempleo, un tipo de contrato de contrato a tiempo parcial inspirado en Alemania (donde no existe salario mínimo interprofesional) que permite pagar un máximo de 400 euros mensuales.
El intercambio de pareceres soterrado sobre las medidas laborales a tomar en España entre parte del Gobierno de Zapatero y el BCE, apoyado por el exgobernador del Banco de España (uno de los firmantes de la carta de agosto junto con Trichet) y el Ministerio de Economía, venía de lejos, apuntan fuentes de la anterior Administración. De hecho, en la primavera de 2011, el órgano emisor de Fráncfort había reclamado un nuevo contrato que permitiera pagar sueldos bajos, incluso, por debajo del salario mínimo interprofesional, algo que choca con la Constitución, también colisiona la eliminación por decreto de las cláusulas de salvaguarda.
Angela Merkel no está sola. En estos años de durísima lucha política en el seno de la Zona Euro, Berlín ha contado con el respaldo constante de los Gobiernos de Holanda, Austria y Finlandia. Estos tres países —que suman unos 31 millones de habitantes y casi el 12% del PIB de la zona euro— han opuesto hasta ahora una estrenua resistencia a las peticiones de mutualización de la deuda europea, de acciones heterodoxas del Banco Central Europeo, o a un ablandamiento de las condiciones de ajuste fiscal impuestas a los países rescatados.
A veces, en la pugna política europea, estos países de tamaño reducido son descritos como meros escuderos de Berlín. Pero tienen relevancia propia. Hay que tener en cuenta al menos dos factores: el primero, es que en Europa el derecho de veto de cada Estado todavía pesa sobre un amplio abanico de políticas; el segundo, es que junto con Alemania, el frente del rigor (¿mortis?) financiero y moral representa un 40% del PIB de la zona euro y, sobre todo, el núcleo cuyas finanzas mantiene la mejor calificación de las agencias (aunque Austria sufrió una rebaja). Esto es un elemento fundamental para garantizar la credibilidad y facilitar el apalancamiento de los fondos europeos de rescate.
Las opiniones públicas de estos prósperos países rechazan por abrumadoras mayoría tener que cargar con las deudas de otros. En los tres casos, partidos de corte populista han cabalgado esos sentimientosy cosechado notables resultados. Los gobernantes locales han tenido muy en cuenta esta situación, y lo siguen haciendo. Sus tres ministros de Finanzas se negaron en redondo durante un Eurogrupo la semana pasada a ablandar las condiciones impuestas a Grecia. Pero el frente es hoy menos sólido que antaño. Y, al otro lado de la trinchera, la llegada al poder de François Hollande y su nuevo eje con Mario Monti y Mariano Rajoy han cambiado los equilibrios.
Holanda se halla actualmente con un Gobierno en funciones y celebrará elecciones anticipadas el próximo 12 de septiembre. El populista y euroescéptico Partido de la Libertad de Geert Wilders retiró el apoyo externo que brindaba al Ejecutivo de coalición (liberal-democristiano) holandés. El casus belli fue el plan de recortes impulsado por el primer ministro Mark Rutte para cumplir con el objetivo europeo de contener el déficit por debajo del 3% del PIB.
Un reciente sondeo señala que un 64% de los holandeses se opone a la idea de avanzar hacia una mayor integración política europea, y solo el 20% considera que la solución de la crisis pasa por una mayor transferencia de poderes a Bruselas. La cercanía de la cita electoral desde luego incita particularmente a los partidos gobernantes a no aceptar medidas que serían impopulares. Pero, a la vez, el tener un gobierno en funciones y elecciones anticipadas en septiembre mermará la capacidad de influencia del Gobierno holandés en la cumbre del jueves y viernes y en las importantes semanas venideras.
En Austria, el Gobierno de coalición (socialdemócrata-democristiano) liderado por el canciller Werner Faymann ha flexibilizado su posición. “Cosas a las que nos oponíamos frontalmente hasta hace un par de meses parecen ahora menos discutibles ahora en vista de las alternativas”, declaró una fuente gubernamental austríaca a la agencia Reuters. “Por ejemplo, en cuanto a los eurobonos, algo a lo que nos negábamos de manera absoluta, seguimos diciendo que no es nuestra primera opción, pero a largo plazo estamos dispuestos a considerarlos”, dijo la fuente.
La ministra de Finanzas austriaca, Maria Fekter, ha pisado varios callos europeos en los últimos meses con su retórica dura y explícita; pero en el Parlamento de Viena pronunció recientemente un rotundo discurso proeuropeo: “Europa es nuestro garante de la paz. No queremos que el nacionalismo se dispare. Nos ha ocurrido antes, y sabemos que tenemos que evitarlo”, dijo Fekter, en referencia al ascenso de la ultraderecha antes de la anexión nazi.
En Austria también, el populista y derechista Partido de la Libertad liderado por Heinz-Christian Strache se mantiene fuerte en las encuestas, por encima del 20% de los votos. La actual legislatura austriaca se agotará al año que viene.
Finlandia, en cambio, mantiene firme el pulso. “Demasiados países han recibido demasiados préstamos demasiados baratos por demasiado tiempo. No queremos institucionalizar esto si no se asegura que todos respeten las reglas, lo que no ha sido el caso hasta ahora”, ha declarado recientemente Jyrki Katainen, primer ministro finlandés. Su Gobierno es proeuropeo y se esfuerza para no entorpecer la búsqueda de soluciones a la crisis, pero en más de una ocasión se ha mantenido firme en sus exigencias.
El país nórdico superó en los años noventa una dura crisis que forzó importantes recortes en su Estado de bienestar. En buena medida, laopinión pública finlandesa considera que los países en dificultad pueden y deben superar los problemas con sus esfuerzos. El partido populista Auténticos Finlandeses ha explotado a fondo este sentimiento y logró un 19% de los votos en las legislativas del año pasado. En las posteriores presidenciales, sin embargo, su resultado fue más modesto.
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